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La violencia contra las mujeres en una sociedad en crisis

Justa Montero Corominas

Miércoles 21 de noviembre de 2012

Revista Viento Sur Nº121, Marzo 2012

Escribir sobre la violencia sexista siempre se hace desde la conmoción, es imposible ignorar los sentimientos, olvidar las experiencias, mantener la actitud distante de quien analiza una realidad ajena. Volver sobre ello supone repensar buena parte de la actividad feminista de todos estos años y siempre, siempre, se empieza por la misma pregunta: ¿por qué?

Por qué si hemos logrado reducir las brechas de desigualdad entre hombres y mujeres, si hemos conseguido avances significativos en la autonomía económica y sexual, si parece existir un consenso social de condena a la violencia sexista, si las Administraciones central, autonómica y local desarrollan planes de igualdad, normas, protocolos y leyes contra la violencia de género… Si todo esto es cierto, ¿cómo es posible que la sociedad siga generando el horror que significa la agresión, el maltrato y la violencia sexual de los hombres contra las mujeres, una violencia que llega en muchos casos al extremo de acabar con sus vidas?

Una sociedad en crisis diversifica y complica los procesos de violencia

La respuesta a esta pregunta nunca ha sido sencilla y ahora sin duda es parti cularmente complicada. En primer lugar, porque las causas de la violencia sexista son profundas, tanto que tienen que ver con la forma en que está organizada la sociedad y en cómo nos relacionamos. Hablamos de un fenómeno estructural. La violencia sexista constituye un mecanismo coercitivo fundamental para el mantenimiento de las desigualdades entre hombres y mujeres, mediante el control y sometimiento de éstas, por parte de ellos, a un orden social y doméstico patriarcal y a un orden sexual heteronormativo para el que la violencia sexual y el maltrato se convierten en un instrumento eficaz. Se intenta mantener así un poder basado en un sistema binario de asignación de mujeres y hombres a distintos géneros. De este modo se intenta garantizar el sometimiento y subordinación de las mujeres en alguna esfera de su vida, hecho que se proyectará de forma simbólica o concreta hacia el conjunto de la misma. La erradicación de esta violencia apunta a un cambio radical de la sociedad en la que vivimos.

En segundo lugar, si lo dicho es cierto, también lo es que no sólo persisten las desigualdades y las restricciones a la libertad y autonomía de las mujeres, sino que se agudizan en el contexto de crisis civilizatoria en que vivimos. Así, respondiendo a la lógica de inclusión y exclusión del propia sistema, las mujeres gozamos de muy distintos niveles de autonomía, muy amplios para unas y muy reducidos o inexistentes para otras, lo que significa contar con distintas posibilidades y medios para enfrentarnos a cualquier agresión. Además, es fácil constatar que el consenso social contra la violencia es más aparente que real, respondiendo más a una adaptación ambiental a lo políticamente correcto y centrado casi exclusivamente en el rechazo al asesinato de mujeres por exparejas, que a un cuestionamiento real y operativo de la violencia machista. Por último las políticas públicas se han diseñado más para paliar las consecuencias y corregir una violencia que entienden como disfuncional que para impulsar cambios en profundidad y actuar sobre sus causas. En suma, el resultado final es que un buen número de mujeres sigue sufriendo la violencia de género en sus cuerpos, reflejando así la miseria de una sociedad que, en su mayor parte, mira para otro lado.

Este horror está profundamente arraigado en las estructuras e instituciones sociales, en el acerbo ideológico común, en sus valores y simbología, atraviesa y alimenta otras desigualdades, jerarquías sociales y relaciones de poder: de clase, de etnia, sexual. De esta manera el patriarcado resulta enormemente funcional al capitalismo, valiéndose también de él el racismo, el autoritarismo, la homofobia y un largo etcétera.

Una primera respuesta a la pregunta con la que empezaba el artículo es la constatación de que la violencia forma parte de nuestra vida en la medida en que mujeres y hombres estamos situados en las distintas jerarquías de poder. Que vivimos en una sociedad violenta, donde cada vez se va haciendo más presente la que introducen los mercados en nuestras vidas y la violencia coercitiva del Estado del Malestar en el que se dibuja nuestra existencia inmediata y que, si se le deja, apunta a una “brutalización” de la sociedad.

Como conclusión en este terreno, podríamos adelantar dos aspectos. En primer lugar, que la repercusión de los discursos, propuestas y medidas de defensa de las mujeres frente a la violencia y a las normas y leyes puestas en marcha, presentan muchos aspectos positivos y negativos, y que incluso en los aspectos más claros está habiendo dificultades para una puesta en práctica eficaz. Y que la forma en que buena parte de la sociedad interioriza estas medidas no va más allá de un apoyo externo a lo políticamente correcto. Por otra parte, las repercusiones de la crisis social global está haciendo más complejo y está diversificando los procesos de la violencia de género.

La violencia de género en disputa

Hay multitud de manifestaciones distintas de violencia y cuando hablamos de forma genérica (y nunca mejor dicho) nos podemos referir a situaciones y realidades muy diferentes. Por eso precisar y aclarar a qué nos referimos cuando hablamos de violencia sexista o de género tiene su importancia. De ello depende que los discursos conecten o no con la realidad concreta que viven las mujeres (y los hombres), y lo acertadas o no que resulten las medidas y políticas que se ponen en marcha para que desaparezca de nuestras vidas.

De hecho, detrás de algunas polémicas en torno al término con el que nombrar la violencia contra las mujeres se esconden distintos planteamientos ideológicos con sus correspondientes propuestas sociales; no es por tanto un debate carente de importancia y repercusiones prácticas, al contrario. No hay más que ver los sucesivos intentos que, desde posiciones conservadoras y misóginas se vienen realizando para integrar “la violencia de género” en el término de “violencia familiar” o “violencia doméstica”, tratando de diluir su contenido a base de ampliar los sujetos que la sufren. La disputa en torno al término no es por el derecho y necesidad de que los hermanos, padres y madres, hijos e hijas que son objeto de violencia por algún otro miembro de la familia accedan a los recursos y prestaciones sociales y legales de apoyo, que nadie discute, sino por la significación de la violencia de género y las relaciones de poder que revela. Unas connotaciones políticas y sociales que buena parte de la clase política no quiere entender, o entiende demasiado bien.

El problema no es establecer una especie de jerarquía entre las distintas violencias interpersonales, sino garantizar que todas las personas que son objeto de violencia tienen los recursos adecuados a la naturaleza de la misma porque son los que les serán realmente útiles. Y, aunque todas se produzcan en el ámbito familiar, la que se ejerce entre hermanos o de padres y madres a hijos e hijas o viceversa tiene unas características diferenciales entre sí y con la violencia que ejerce el hombre sobre la mujer con quien tiene una relación de pareja. La diferencia no reside en el resultado físico (que puede ser muy similar), sino en la causa y el objetivo concreto que persigue. Cuando se habla de violencia de género en las relaciones de pareja nos estamos refiriendo a la que se establece entre parejas heterosexuales y ejercen los hombres sobre las mujeres, sean estos bio-hombres u hombres transexuales, sea esta sexual, física o psicológica.

La aclaración viene al caso porque tenemos muchos problemas con los conceptos, para empezar porque la capacidad de integración y asimilación institucional de términos como “género” es realmente impresionante. Este término, acuñado por la teoría feminista, pone de manifiesto el carácter social, cultural y relacional de las desigualdades entre hombres y mujeres, pero acaba convirtiéndose en un simple sinónimo de mujeres y hombres vaciándolo de contenido al quitarle toda su carga crítica. Esto no es exclusivo del feminismo, pasa también con términos como el de “sostenibilidad” empleado por el ecologismo, o con el de “democracia” o “ciudadanía”. Y en todos los casos obliga a estar constantemente precisando el significado que cada cual le otorga para poder entendernos.
El distinto significado que le atribuimos las feministas, muchos jueces y juezas y buena parte de la sociedad explica por ejemplo el estupor e indignación que nos provocan algunas actuaciones judiciales en las que no se reconoce o se banaliza una agresión sexista y se dictan sentencias que incluso las justifican.

Pero también hay otros problemas porque al poner en la agenda pública la violencia en las relaciones de pareja heterosexual se ha abierto el melón y se ha visibilizado hasta qué punto la violencia está presente en todo tipo de relaciones interpersonales.

Por ejemplo, las relaciones de pareja entre lesbianas están atravesadas a veces por violencia física y psíquica. De hecho las feministas lesbianas reivindican el reconocimiento y visibilidad de esa violencia, para que se tome en consideración y tener un mejor acceso a servicios y recursos legales y sociales. Refleja, en cierto modo, el desconcierto creado a partir de la ley de violencia de género al haber quedado como catalizador de todas las violencias interpersonales. Pero en realidad no se trata de una violencia que se pueda tipificar “de género”, salvo que se quiera encerrar las relaciones entre lesbianas en los estereotipos binarios de masculinidad y feminidad que rigen para las parejas heterosexuales. Flaco favor se estaría haciendo a la libre asignación de identidad y prácticas sexuales.

¿Violencia de las mujeres hacia los hombres?

¿Y qué pasa con la violencia que ejercen mujeres hacia hombres? Una violencia que se manifiesta más a través de mecanismos psicológicos que físicos por razones obvias: en primer lugar porque a las mujeres no nos han socializado en el manejo de la violencia física y en segundo lugar porque en la mayoría de los casos existe una evidente desigualdad física. Este es un tema que ha incomodado e incomoda a buena parte del feminismo en la medida en que se ha utilizado como arma arrojadiza para deslegitimar la violencia sexista por parte de machistas reconocidos, famosos articulistas y grupos organizados de hombres que alientan la violencia simbólica contra las mujeres. Apoyándose en la supuesta igualdad lograda entre hombres y mujeres en todos los espacios, niegan por principio la necesidad de un tratamiento diferencial en el caso de la violencia ejercida de hombres a mujeres y de la realizada de mujeres a hombres. Obviamente resulta condenable en sí misma, sean cuales sean las causas que la motiven (que aunque requieren mucho más conocimiento del que exis- te hasta el momento, no está de más señalar que en muchas ocasiones, en las relaciones de pareja, responde a un mecanismo de defensa). Pero no se puede establecer un paralelismo con la violencia de género y no ya por un problema cuantitativo al tratarse de un número mucho más reducido de casos, sino porque como señala Raquel Osborne (Osborne, 2009) “no se trata de una violencia normativa, responde más bien a una ruptura del modelo de género”. No tiene por tanto su equivalencia en la violencia de género porque su intencionalidad no puede ser el control y sometimiento del varón a partir de una relación de desigualdad en la que la posición de poder no la ostenta la mujer. Lo que sí sucede a la inversa y constituye un fenómeno social.

En el transcurso de estos últimos años han ido apareciendo otros aspectos confusos en el tratamiento de la violencia. Uno de ellos tiene que ver con la identificación de la violencia de género solo con los malos tratos en las relaciones de pareja. Esta confusión hay que ponerla en el “debe” de la Ley de Violencia de Género. En primer lugar porque al identificar violencia de género con violencia en las relaciones de pareja y expareja, ha desaparecido del imaginario colectivo otras violencias como las agresiones sexuales: la violación, el acoso sexual en los espacios de trabajo o enseñanza, entre otras. Tanto es así que la denuncia de las violaciones y el seguimiento sobre la atención y recursos para las mujeres que han sido violadas han desaparecido de la agenda y debate público, mientras que el acoso sexual ha quedado circunscrito a los medios sindicales. Unos y otros, después de que fueran motivo de grandes campañas de denuncia por parte del movimiento feminista en los años 80, empiezan a reincorporarse tímidamente dentro de la agenda feminista.

Cruce de ideologías

Después de este recorrido por las distintas interpretaciones de lo que es la violencia de género y de la utilización que se hace de las mismas, resulta imprescindible reivindicar los términos, las ideas y propuestas levantadas por el feminismo para hacer frente a la violación, las agresiones sexuales y la violencia entre parejas, en la casa, en el trabajo, en la calle; para defender la libertad sexual y la autonomía e igualdad las mujeres. Es lo que ha servido para que problemas que pasaban inadvertidos por la mayoría de la sociedad, pasaran a convertirse en problemas de la sociedad. Así sucedió en el pasado y nos va la vida en que suceda en el presente.

Desde la teoría feminista se ofrece un paradigma explicativo de las causas y consecuencias de la violencia de género, o sexista. Y al aceptar la existencia, junto con el patriarcado, de otros sistemas de opresión, se opta por un desarrollo del discurso y práctica feminista que establece la interacción entre el género y la clase, la etnia y/o la sexualidad. De este modo aflorarán con mayor claridad la diversidad de factores que intervienen en el proceso de la violencia sexista y en su respuesta, así como en la formación de las múltiples y cambiantes identidades de hombres y mujeres. Así, los análisis que se realizan pueden ofrecer una explicación y comprensión más clara y extensa de las manifestaciones sexistas, de la posición de los hombres y las repercusiones que para las mujeres tiene la violencia de género en contextos concretos.

Sirva a modo de ejemplo dos situaciones muy diferentes pero igualmente sig nificativas de cómo operan las relaciones entre género-clase-etnia. Una es amplia- mente conocida por haber sido muy publicitada: la agresión sexual de Dominique Strauss-Kahn (DSK) a Nafissatou Diallo, llevada a cabo por el entonces director del Fondo Monetario Internacional a una camarera de origen guineano, en un hotel, en mayo del 2011. Una situación donde la diferencia de poder no ofrece lugar a la menor duda y en la que la defensa posterior de DSK se ha convertido en un magnífico ejemplo de lo que cualquier manual divulgativo recoge como argumentario de la defensa de los agresores para deslegitimar a la mujer: se acude al argumento de la insinuación de la mujer, a instaurar la duda sobre su consentimiento, a descalificar su comportamiento atribuyéndole la condición de prostituta (argumento patriarcal donde los haya, que refleja lo impune que se siente frente a una agresión a una trabajadora del sexo). La proyección política de DSK y su poder económico están siendo determinantes en el tratamiento del caso. Tanto como la condición de limpiadora inmigrante de Nafissatou.

El otro ejemplo tiene que ver con la relación entre la violencia sexista y el racismo. Una de las primeras personas que lo formuló fue la conocida luchadora por los derechos civiles en EE UU, Angela Davis (Davis, 1981). Ella denunció el imaginario colectivo que se había creado en torno a la sexualidad y los cuerpos de las mujeres y hombres negros. Explica cómo la imagen del hombre negro violador, asociada a la de las mujer negra como depositaria de una promiscuidad crónica, ha sido “un arma letal del racismo contra los hombres y mujeres de la comunidad negra”. Se ha utilizado como excusa para criminalizar a todos los hombres negros y legitimar las violaciones a las mujeres negras por parte de hombres blancos. Un claro caso de cómo el racismo puede alimentar el sexismo. El interés de este caso reside también en la repercusión que tuvo en el propio movimiento antiviolencia en EE UU. Las mujeres negras formularon una fuerte crítica a dicho movimiento por no incorporar la dimensión racista de su experiencia, en su trabajo. Muchas de ellas no se sintieron identificadas con su lucha en la medida que no daba cuenta de sus vivencias y discursos. La conclusión parece advertir de la imposibilidad de articular un feminismo que prescinda del sexismo, del racismo, el heterosexismo o las diferencias de clase, puesto que todo ello interactúa en la realidad concreta de mujeres concretas.
La ideología que hay detrás de estos casos es similar: se utilizan otras ideologías para justificar indistintamente la xenofobia, el machismo y legitimar y justificar la violencia contra las mujeres al más puro estilo patriarcal. Ellos pretenden que les sirva para justificar su delito; a nosotras para condenarlos por machistas racistas.
Salvando las distancias y tratando de aproximar el tema a nuestra realidad más cercana, algo de todo esto podríamos aplicar al tratamiento, ocasional pero cargado de estereotipos racistas, que desde algunos medios de comunicación se ha dado a la violencia sexual ejercida por hombres autóctonos a mujeres de origen africano o latinoamericano en el Estado español. Una realidad muy desconocida y que queda atrapada en el silencio que impone la precariedad económica y “legal” de muchas inmigrantes, como sucede en las agresiones sexuales de algunos empleadores a mujeres que trabajan como empleadas de hogar.
Relacionar el género con otros ejes de subordinación de las mujeres hace sin duda más complejo y más fértil el pensamiento y acción feminista.

Diversidad en las exigencias de las mujeres

También la posición y procesos de las mujeres respecto a la violencia tienen una gran diversidad. La unanimidad y emotividad que suscita el lema: “Si agreden a una mujer nos agreden a todas”, y que tiene un fuerte arraigo entre las mujeres, es una muestra de la enorme proyección simbólica que tiene la violencia sexista. Con este grito se responde a una de sus funciones: atemorizar a todas las mujeres y convertirlas en potenciales víctimas por el hecho de disponer de un sexo biológico determinado, mediante la amenaza simbólica que representa para todas el agredir a una en particular (Vázquez, 2009).
Obviamente no todas las mujeres viven esa amenaza de la misma forma, ni tan siquiera una misma mujer la vive igual en distintos momentos de su vida, y hay algunas que no se sienten amenazadas. Esto tiene que ver con infinidad de factores, entre otros, de su propia historia, sus vivencias, experiencias en las relaciones con los hombres, su seguridad y empoderamiento sobre su cuerpo y sus derechos, la existencia o no de redes de apoyo, su situación administrativa-legal, su edad… De ello depende su mayor o menor vulnerabilidad, su actitud y capacidad de respuesta. Es también lo que explica que las violencias llamadas de baja intensidad se perciban y vivan de forma muy diferente según los contextos y momentos en que se produzcan, y que las mujeres adopten distintas estrategias y formas de respuesta.

Esta diversidad se refleja en todas las manifestaciones de violencia sexista y no incorporarla como un aspecto central en las medidas que se proponen produce situaciones muy conflictivas y problemáticas para las mujeres. Un claro ejemplo está en el tratamiento que hace la Ley de Violencia de Género. Entre las críticas que muchas feministas hicimos a la ley está la de establecer la denuncia como condición y única vía de acceso a los recursos y servicios que, según establece, se tienen que ofertar a la mujer que ha sufrido maltrato por su pareja o expareja. Esto tiene varias implicaciones entre otras, y no menor, es la de judicializar todo el proceso. Se uniformiza algo que no admite tratamiento uniformes porque la necesidad de respuestas variadas que demandan las mujeres es acorde con las distintas situaciones y procesos que viven. El resultado es que las mujeres que no quieren resolver su situación, o mejor dicho la de él, por la vía penal y no denuncian, por los motivos que cada cual considera pertinentes, no tienen acceso a ningún tipo de recurso público para enfrentarse a la situación de violencia en la que viven. Una situación que se va a agravar con la crisis, la falta de recursos, el cierre de centros de acogida, las dificultades para dejar de compartir la vivienda con el agresor y la exaltación de la familia como garante de proyección y apoyo mutuo. Una combinación explosiva para mujeres que sufren violencia sexista.

Evolución en la construcción de los sujetos

Llevar a la sociedad nuestras ideas y propuestas obliga a valorar los procesos y cambios que en ella se están produciendo. En este terreno, quiero hacer una breve reflexión sobre los cambios en la construcción de los procesos identitarios de la masculinidad y la feminidad, casi siempre contrapuestos y en todos los casos estrechamente relacionados.
En términos clásicos, la masculinidad violenta responde a un determinado proceso de socialización, en el que valores como la fuerza y la agresividad se presentan asociados a la construcción de la identidad de los hombres, siempre en contraposición a la construcción de la feminidad ligada a valores como la intermediación y el cuidado como característica identitaria. Como señala Xavier Crettiez (Crettiez, 2008), la violencia tiene una dimensión específicamente identitaria, de modo que no hay que entenderla como una expresión de cólera sino como un medio de afirmar una identidad y, a la inversa, como un mecanismo eficaz para negar la identidad de quienes la sufren.
La resistencia de los hombres para incorporar a sus vidas e ideas los cambios que las mujeres han introducido en la sociedad, su empoderamiento y el consiguiente cambio en los respectivos roles sociales, es bastante generalizada. El resultado es, sobre todo en determinadas capas y sectores sociales, un acentuado recurso a la violencia como reacción a lo que perciben y viven negativamente como pérdida de poder en todos los planos: doméstico, simbólico y social. Se trata de una respuesta o castigo frente al deterioro de su identidad, basada en una férrea jerarquía de poder que funcionó hasta que la mujer dijo basta e inició el proceso de cambios. De esa forma, con el uso de la violencia, y me refiero tanto al maltrato como a la violencia sexual, afirman una idea de masculinidad que sienten amenazada y/o un prestigio, entre sus iguales, maltrecho.

Esta violencia “por reacción” informa además de un entorno social que lo consiente, cuando no lo aplaude o legitima, al identificarse los hombres, como grupo, con los esfuerzos de algunos para “poner las cosas en su sitio” y volver al estado inicial en sus relaciones con las mujeres, un estado que consideran el natural y por tanto que no debe cambiar.

En cualquier caso es importante matizar que ésta puede ser una de las causas que explica, no la violencia en sí, sino su recrudecimiento en estos momentos en que se combina una contestación de las mujeres muy visible y las consecuencias de una crisis social profunda. Porque pensar en la violencia solo como reacción a la rebeldía de las mujeres, supone negar su existencia cuando estaba amparada en el silencio del hogar o en la vergüenza de quien había sido acosada o violada, cuando el feminismo todavía no había logrado convertir la violencia sexista en un tema político.
Pero puesto que de señalar complejidades se trata, como plantea Nerea Aresti (Aresti, 2010), “hay que tener en cuenta que distintos ideales de virilidad coexisten en cada momento y lugar, y que las variables de clase, nacionales, étnicas y, muy especialmente de orientación sexual dibujan un complejo panorama en el que la diversidad se impone sobre cualquier concepción simplificadora de una masculinidad homogénea”.

De hecho afortunadamente hoy no son mayoría los hombres que siguen unos estereotipos tan fijos como cuando el feminismo empezó su andadura en la lucha contra las violencias sexistas a finales de los 70. Y la voluntad de grupos, aunque muy minoritarios, de hombres que cuestionan esos modelos de masculinidad, abre alguna puerta a la esperanza a que un cambio más profundo entre los hombres es posible.

Y va a hacer falta mucho más que esperanza para enfrentar esta crisis civilizatoria que amenaza con arrasar todo lo logrado, por frágil que fuera. El pensamiento neoliberal trata de imponer una resignificación de los valores, un cuestionamiento de los derechos, y legitimar la reprivatización de los conflictos a partir de llamamientos a la acción solidaria y a la refamiliarización.

Pero la solución a esa violencia estructural, a tanta barbarie, es un cambio de paradigma social, económico, cultural y simbólico, es decir un cambio radical de sociedad. Somos muchas y muchos los que buscamos vías alternativas al paradigma capitalista y patriarcal, y hacemos una apuesta por una ciudadanía en la que valores como la convivencia, la solidaridad y el apoyo mutuo rijan lo que es la vida en común. Esto supone establecer unas relaciones entre todos, entre hombres y mujeres, donde la violencia sexista no tenga ni el más remoto lugar.

Justa Montero activista de la Asamblea Feminista de Madrid.